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ENSALADA DE CUENTOS: LOS NIÑOS NO QUIEREN LA GUERRA



Los niños no quieren la guerra Eric Battut, ed, juventud




Qué hermoso era aquel país donde se habían instalado! Allí habían construido dos castillos, uno tan bonito como el otro. Los dos reyes se llevaban muy bien, sus súbditos también.
Los hijos de unos jugaban con los hijos de los otros. Sin embargo, un día sucedió algo grave. Cuando los reyes estaban paseando, unos pájaros pasaran por encima y dejaron caer unos excrementos sobre las puntas de las narices reales. Los reyes primero se rieron, luego se miraron.
Dijeron que un rey no debía burlarse de la nariz sucia de otro rey, que aquello era motivo de guerra. El rey de los unos reunió a sus súbditos e hizo un gran discurso. Dijo incluso que el color de los otros no era un color bonito, que el otro castillo estaba demasiado cerca, y que se había declarado la guerra.
El rey de los otros contó a sus soldados. Organizó un desfile de su ejército con música militar. Todos creyeron que aquello era magnífico, todos estaban orgullosos. Luego el séquito se fue a la guerra.
Los dos reyes dieron sus órdenes: “¡Al ataque!” “¡Cargad!”
Pero a pesar de las largas escaleras, a pesar de las balas de cañón, la muralla resistió, no se derrumbó. Al atardecer, pararon los combates. Cada uno volvió a su casa. Había sido un día triste. Al día siguiente, la batalla volvió a empezar al otro lado. Pero a pesar de los golpes de ariete y de todos los asaltos, no pudieron entrar en el castillo.
A la puesta del sol, levantaron el sitio. Había sido un día funesto, la gente tenía lágrimas en los ojos. Pero los reyes no querían ceder. La guerra debía continuar.
Tenían un plano astuto, pronto alcanzarían la victoria. Todos se pusieron manos a la obra. Con picos, palas y carretillas, todos excavaron de la mañana a la noche. Pero el plano de los unos no era más astuto que el plan de los otros. Decepcionados, se miraron boquiabiertos los unos en el castillo de los otros.
Los reyes se enfadaron mucho. Decidieron encontrarse abajo para poner punto final a la guerra. Hacía tiempo que nadie de nadie se acordaba de los niños. Frente a frente, los unos tenían a los niños de los otros y éstos tenían a los niños de aquéllos. Los reyes se miraban a los ojos. Había un gran silencio.
Los niños corrieron los unos hacia los otros. Empezaron a jugar. Entonces los soldados depusieron las lanzas y arriaron las banderas. Pero los reyes se mantenían inflexibles. No querían oír hablar de paz. Los unos y los otros instalaron un tablero de ajedrez para los reyes. Éstos se pusieron a jugar.
Pronto todos perdieron el interés, sobre todo los niños, que se lo estaban pasando muy bien.
¡Qué lejos parece ahora el tiempo de la guerra! ¡Y qué bonito es nuestro pueblo en la colina, con sus casas y sus jardines!

ENSALADA DE CUENTOS: PASTEL PARA ENEMIGOS



Pastel para enemigos. Derek Munson. Cuento sobre la amistad Ed juventud
Hubiera podido ser un verano perfecto. Mi papá me había ayudado a construir una cabaña en el árbol de nuestro jardín. Mi hermana se había ido a un campamento por tres semanas. Y yo estaba en el mejor equipo de béisbol de la ciudad.
Hubiera podido ser un verano perfecto. Pero no lo era. Todo iba bien hasta que Claudio García se mudó a mi barrio, justo al lado de la casa de Felipe, mi mejor amigo.
No me gustaba Claudio García. Se burlaba de mí cuando me ganaba al béisbol. Cuando hizo una fiesta en su casa para saltar en su cama elástica, ni siquiera me invitó. Pero a mi mejor amigo Felipe, si.
Claudio García era el único nombre en mi lista de enemigos: ni siquiera había tenido una lista de enemigos hasta que él se mudó a mi barrio. Pero nada más llegar él, me hizo falta. La colgué en mi cabaña, donde Claudio García no podía entrar.
Mi papá era un experto en enemigos. Me contó que él, a mi edad, también tuvo enemigos. Pero conocía un truco para deshacerse de ellos. Le pedí que me contara cómo se hacía.
— ¿Contártelo? ¡Te lo enseñaré! —dijo papá.
Sacó un viejo libro de recetas de la estantería. Dentro había un trozo de papel muy gastado cubierto con una letra descolorida. Mi papá lo alzó y lo miró de reojo.
—Pastel para enemigos —dijo satisfecho.
Te preguntarás qué es exactamente un pastel para enemigos. Yo también lo pregunté. Pero mi papá me dijo que la receta era tan secreta, que no podía decírmelo.
Concluí que debía de ser mágica. Le supliqué que me diera una pequeña pista.
—Solo le diré esto —contestó— el pastel para enemigos es el método más rápido para deshacerse de ellos.
Por supuesto, eso me hizo pensar mucho. ¿Qué clase de cosas —cosas desagradables— pondría yo en un pastel para un enemigo? Le llevé a mi papá unos hierbajos del jardín, pero él negó con la cabeza. Le llevé gusanos y piedras, pero él me dijo que no los iba a necesitar. Le di el chicle que había estado masticando toda la mañana, pero me lo devolvió.
Salí a jugar solo. Intenté meter canastas hasta que la pelota quedó colgada en el tejado. Me puse a lanzar un bumerán pero nunca regresaba.
Mientras tanto, oía los ruidos que hacía mi papá al batir, remover y mezclar los ingredientes del pastel para enemigos. Después de todo, aquel podía llegar a ser un verano fantástico.
El pastel para enemigos sería horrible. Intenté imaginar lo mal que debía de oler, o peor aún, qué pinta iba a tener. Pero, desde el jardín donde buscaba mariquitas, sentí un olor buenísimo. Y, por lo que parecía, el olor venía de la cocina. Estaba un poco confuso. Entré en la cocina para preguntar a mi papá que había salido mal.
El pastel para enemigos no debía oler tan bien. Pero papá era listo: —Si el pastel oliera mal, tu enemigo jamás querría comerlo —dijo. Estaba claro que no era el primer pastel para enemigos que hacía.
El cronómetro sonó y mi papá se puso los guantes de cocina y sacó el pastel del horno. Tenía el aspecto de un auténtico pastel. ¡Parecía buenísimo! Entendí el truco.
Pero aún no estaba completamente seguro de que este pastel para enemigos fuera a funcionar. ¿Qué les hacía exactamente a los enemigos? ¿Les hacía caer el pelo, o les daba mal aliento? ¿Hacía llorar a los más bravucones?
Pregunté a papá, pero no fue de ninguna ayuda. No me dijo nada. En cambio, mientras el pastel se enfriaba, me informó sobre mí parte del trabajo. Me dijo tranquilamente:
—Hay una parte de esta receta que yo no puedo hacer por ti. Para que funcione el pastel para enemigos, tienes que pasar un día entero con tu enemigo. Peor aún, tienes que ser simpático con él. No es fácil. Pero es la única manera de que el pastel para enemigos pueda surtir efecto. ¿Estás seguro de que quieres continuar con el plan?
Por supuesto que lo estaba. Sonaba horrible. Era espantoso. Pero valía la pena probarlo. Todo lo que tenía que hacer era pasar un día con Claudio García, después desaparecería de mi vista para siempre. Me fui en bicicleta hasta su casa y llamé a la puerta.
Cuando Claudio abrió la purria, pareció sorprendido. Estaba de pie en el umbral de la puerta y me miraba esperando que yo dijera algo. Me sentía nervioso.
— ¿Puedes venir a jugar? —pregunté Claudio parecía dudar.
—Voy a preguntar a mamá —dijo. Volvió con los zapatos en la mano. Su madre se acercó para saludar.
—Chicos, no os metáis en líos —dijo sonriendo. Dimos una vuelta en bici y saltamos en la cama elástica. Luego hinchamos globos de agua y los tiramos a las chicas del barrio, pero no acertamos.
La madre de Claudio nos preparó la comida. Después de comer nos fuimos a mi casa. Era extraño, pero casi me lo estaba pasando bien con mi enemigo. Casi parecía simpático. Pero naturalmente no se lo podía decir a papá, ya que había trabajado tanto para hacer el pastel para enemigos.
A Claudio García le gustó mi cesta de baloncesto. Dijo que a él también le encantaría tener una, pero en su casa no había lugar para ponerla. Le dejé ganar un partido, solo para ser simpático. Claudio García sabía lanzar el bumerán. Lo lanzó y volvió derecho hacia él.
Cuando lo hice yo, el bumerán pasó por encima de mi casa y fue a parar al jardín. Al trepar por la valla para ir a buscarlo, la primera cosa que vio Claudio fue mi cabaña. Mi cabaña era solo mía. Yo era el jefe. Si mi hermana quería entrar, yo no tenía por qué dejarla. Si mi papá quería entrar, tampoco. Y si Claudio quería entrar…
— ¿Podemos entrar? —preguntó. ¡Sabía que iba a preguntarme eso! Él, ¡la primera y única persona de mi lista de enemigos! Los enemigos no tienen permiso para entrar en mi cabaña. Pero me había invitado a comer a su casa, y me había dejado saltar en la cama elástica. No había sido muy buen enemigo
—De acuerdo —dije—, pero espera un momento. Pasé delante y subí rápidamente para quitar la lista de enemigos de la pared. Tenía un juego de damas y unos naipes en la cabaña; jugamos hasta que mi papá nos llamó para cenar. Nos hicimos los sordos y cuando papá salió a buscarnos, intentamos escondernos. Pero no le costó encontrarnos.
Papá nos había hecho macarrones gratinados con queso para cenar, mi plato favorito. También era el plato favorito de Claudio. ¿A lo mejor Claudio García no era tan malo?
Estaba empezando a pensar que quizás deberíamos olvidar el pastel para enemigos. Pero después de acabarnos los macarrones, claro, papá trajo el pastel. Miré cómo lo cortaba en ocho trozos bien grandes.
—Papá —dije—, está muy bien tener un nuevo amigo en el barrio. Intentaba llamar su atención, intentaba decirle que Claudio García ya no era mi enemigo. Pero papá solo sonreía y asentía con la cabeza. Debía de pensar que yo estaba fingiendo.
Papá puso tres platos en la mesa, uno al lado del otro, con grandes trozos de pastel y enormes bolas de helado. Me dio uno a mí y otro a Claudio.
—¡Mmmm! —dijo Claudio—. Mi padre nunca hace pasteles así. En ese momento sentí pánico. ¡No quería que Claudio comiera pastel para enemigos! ¡Era mi amigo! ¡No podía permitir que lo comiera!
— ¡Claudio, no comas! ¡Es malo! ¡Creo que lleva veneno o algo así!
El tenedor de Claudio se paró antes de llegar a su boca. Frunció las cejas y me miró con aire extraño. Me sentí aliviado. Le había salvado la vida. Era un héroe.
—Si es tan malo —preguntó Claudio— ¿por qué tu padre ya se ha comido la mitad? Volví a mirar a mi papá. No cabía duda, ¡estaba comiendo el pastel para enemigos!
—Buenísima —farfulló con la boca llena. Fue todo lo que dijo. Yo estaba sentado allí, mirando cómo ambos se zampaban el pastel. Papá se reía. Claudio comía con alegría. ¡Y no pasaba nada! Parecía bastante seguro, así que probé un poquito.
¡El pastel para enemigos era delicioso! Después del postre, Claudio volvió a su casa en bici, pero antes de irse me invitó a jugar en la cama elástica a la mañana siguiente. Me dijo que me enseñaría a hacer volteretas.
En cuanto al pastel para enemigos, todavía no sé cómo se hace. Sigo preguntándome si a los enemigos realmente les sienta mal, si se les cae el pelo o les huele el aliento.
Pero no sé si algún día voy a tener una respuesta porque acababa de perder a mi mejor enemigo.
Fin

ENSALADA DE CUENTOS: CUENTOS PARA JUGAR





CUENTOS PARA JUGAR GIANNI RODARI

Había una vez un señor muy rico. Más rico que el más rico de los millonarios americanos. Incluso más rico que el Tío Rico. Superriquísimo. Tenía depósitos enteros llenos de monedas, desde el suelo
hasta el techo, del sótano a la buhardilla. Monedas de oro, de plata, de níquel. Monedas de quinientas, de cien, de cincuenta. Liras italianas, francos suizos, esterlinas inglesas, dólares, rublos, zloty, dinares.
Quintales y toneladas de monedas de todas clases y de todos los países. De monedas de papel tenía miles de baúles llenos y sellados.
Este señor se llamaba Puk.
El señor Puk decidió hacerse una casa.
—Me la haré en el desierto —dijo—, lejos de todo y de todos.
En el desierto no hay piedra para hacer casas, ni ladrillos, argamasa, madera o mármol... No hay nada, sólo arena.
—Mejor —dijo el señor Puk—, me haré la casa con mi dinero. Usaré mis monedas en vez de la
piedra, de los ladrillos, de la madera y del mármol.
Llamó a un arquitecto e hizo que le diseñara la casa.
—Quiero trescientas sesenta y cinco habitaciones —dijo el señor Puk—, una para cada día del
año. La casa debe tener doce pisos, uno por cada mes del año. Y quiero cincuenta y dos escaleras, una
por cada semana del año. Hay que hacerlo todo con las monedas ¿comprendido?
—Harán falta algunos clavos...
—Nada de eso. Si necesita clavos, tome mis monedas de oro, fúndalas y haga clavos de oro.
—Harán falta tejas para el techo...
—Nada de tejas. Utilizará mis monedas de plata, obtendrá una cobertura muy sólida.
El arquitecto hizo el diseño. Fueron necesarios tres mil quinientos autovías para transportar todo el
dinero necesario en medio del desierto.
Se necesitaron cuatrocientas tiendas para alojar a los obreros.
Y se empezó. Se abrieron los cimientos y después, en vez de echar el cemento armado, ríos de monedas a carretadas, a camiones llenos. Luego las paredes, una moneda sobre otra, una moneda junto
a otra. Una moneda, un poco de argamasa, otra moneda. El primer piso todo de monedas italianas de plata de quinientas liras. El segundo piso, todo de dólares y de cuartos de dólar.
Después las puertas. Estas también hechas con monedas pegadas entre sí. Luego las ventanas.
Nada de cristales: chelines austriacos y marcos alemanes bien encolados y, por dentro, forradas con
billetes de banco turcos y suizos. El tejado, las tejas, la chimenea: todos hechos con monedas contantes y sonantes. Los muebles, las bañeras, los grifos, las alfombras, los peldaños de las escaleras, el enrejado del sótano, el retrete: monedas, monedas, monedas por todas partes, únicamente monedas.
Todas las noches el señor Puk registraba a los albañiles cuando dejaban el trabajo para asegurarse de que no se llevaban algún dinero en el bolsillo o dentro de un zapato. Les hacía sacar la lengua porque también, si se quería, podía esconderse una rupia, una piastra o una peseta debajo de la lengua.
Cuando se terminó la construcción aún quedaban montañas y montañas de monedas. El señor Puk hizo que las llevaran a los sótanos, a las buhardillas, llenó muchas habitaciones, dejando sólo un pasaje estrecho entre uno y otro montón, para pasear y hacer cuentas.
Y luego se fueron todos, el arquitecto, el capataz, los obreros, los camioneros, y el señor Puk se quedó solo en su inmensa casa en medio del desierto, en su gran palacio hecho de dinero, dinero bajo los pies, dinero sobre la cabeza, dinero a diestra y siniestra, delante y detrás, y adonde fuera, a cualquier parte que mirara, no veía más que dinero, dinero, dinero, aunque se pusiera con la cabeza para abajo no veía otra cosa. De las paredes colgaban centenares de cuadros valiosísimos: en realidad no estaban pintados, era dinero colocado en marcos, y hasta los marcos estaban hechos con monedas.
Había centenares de estatuas, hechas con monedas de bronce, de cobre, de hierro.
En torno al señor Puk y a su casa estaba el desierto, que se extendía sin fin hacia los cuatro puntos cardinales. A veces llegaba el viento, del Norte o del Sur, y hacía batir las puertas y las ventanas que producían un sonido extraordinario, un tintineo musical, en el que el señor Puk, que tenía un oído finísimo, lograba diferenciar el sonido de las monedas de los diferentes países de la tierra: «Este dinn lo hacen las coronas danesas, este denn los florines holandeses... Y, esta es la voz del Brasil, de
Zambia, de Guatemala...»
Cuando el señor Puk subía las escaleras reconocía las monedas que pisaba sin mirarlas, por el tipo de roce que producían sobre la suela de los zapatos (tenía unos pies muy sensibles). Y mientras subía con los ojos cerrados murmuraba: «Rumania, India, Indonesia, Islandia, Ghana, Japón, Sudáfrica...»
Naturalmente dormía en una cama hecha con dinero: marengos de oro para la cabecera y para las sábanas, billetes de cien mil liras cosidos con hilo doble. Como era una persona extraordinariamente limpia, cambiaba de sábanas todos los días. Las sábanas usadas las volvía a guardar en la caja de caudales.

Para dormirse leía los libros de su biblioteca. Los volúmenes se componían de billetes de banco de los cinco continentes, cuidadosamente encuadernados. El señor Puk no se cansaba nunca de hojear esos volúmenes, pues era una persona muy instruida.
Una noche, precisamente cuando hojeaba un volumen del Banco del Estado australiano...
PRIMER FINAL
Una noche el señor Puk oye que golpean una puerta del palacio y no se equivoca, dice: «Es la puerta hecha con esos antiguos táleros de María Teresa.»
Va a ver y no se ha equivocado. Son los bandidos.
—La bolsa o la vida.
—Por favor, señores, entren y observen: no tengo bolsas ni bolsillos.
Los bandidos entran y no se toman ni siquiera la molestia de mirar a las paredes, las puertas, las ventanas, los muebles. Buscan la caja fuerte: está llena de sábanas y desde luego ellos no están allí para comprobar si son de hilo o de papel afiligranado. En toda la casa, desde el primer al duodécimo piso, no hay ni una bolsa ni un bolsillo. Hay extraños montones de algo, en ciertas habitaciones, en los
sótanos, en las buhardillas, pero está oscuro, no se ve de qué se trata. Además, los ladrones son gente concreta: ellos quieren la cartera del señor Puk, y el señor Puk no tiene cartera.
Los bandidos primero se enfadan y luego se echan a llorar: han atravesado todo el desierto para efectuar ese robo y ahora tienen que volverlo a atravesar con las manos vacías. El señor Puk, para consolarles, les ofrece limonada fresca. Luego los bandidos desaparecen en la noche, derramando lágrimas en la arena. De cada lágrima nace una flor. A la mañana siguiente el señor Puk puede contemplar un bellísimo paisaje florido.
SEGUNDO FINAL
Una noche el señor Puk oye golpear a una puerta y no se equivoca: «Es la que está hecha con esos antiguos táleros del Negus de Etiopía.»
Va a abrir. Son dos niños perdidos en el desierto. Tienen frío, tienen hambre, lloran.
—Una limosna.
El señor Puk les da con la puerta en las narices. Pero ellos continúan llamando. Al fin el señor Puk
se apiada de ellos y les dice: —Tomad esta puerta.
Los niños la toman. Pesa, pero es toda de oro: se la llevan a casa, podrán comprarse café con leche y galletitas.
En otra ocasión llegan otros dos niños pobres y el señor Puk les regala otra puerta. Entonces se corre la voz de que el señor Puk se ha vuelto generoso y llegan pobres de todas partes del desierto y de las tierras habitadas y nadie se vuelve con las manos vacías: el señor Puk regala a uno una ventana, a otro una silla (hecha de moneditas de cincuenta céntimos), etcétera. Al cabo de un año ya ha regalado el techo y el último piso.
Pero los pobres continúan llegando en largas filas desde todos los rincones de la tierra.
«No sabía que fuesen tantos», piensa el señor Puk.
Y, año tras año, los ayuda a destruir su palacio. Después se va a vivir en una tienda, como un beduino o un campista, y se siente tan, pero tan ligero.
TERCER FINAL
Una noche el señor Puk, hojeando un volumen de billetes de banco, encuentra uno falso. ¿Cómo habrá llegado allí? Y... ¿y no habrá más? El señor Puk hojea rabiosamente todos los volúmenes de su biblioteca y encuentra una docena de billetes falsos.
—¿No habrá también monedas falsas rodando por la casa? Tengo que mirar.
Como ya se ha dicho, es una persona muy sensible. No lo deja dormir la idea de que en un rincón cualquiera del palacio, en una teja, en un taburete, pegada a una puerta o a un muro, haya una moneda falsa.
Y así empieza a deshacer toda la casa, en busca de las monedas falsas. Empieza por el tejado y va hacia abajo, un piso tras otro, y cuando encuentra una moneda falsa se pone a gritar: —La reconozco, me la dio aquel bribón, el Tal de Cual...
Conoce sus monedas una a una. Hay poquísimas falsas porque siempre se ha fijado mucho en el dinero, pero cualquiera puede tener un momento de distracción.
Así que ha desmontado toda la casa pedazo a pedazo. Allí está, en medio del desierto, sentado encima de un montón de ruinas de plata, oro y papel del Banco de Italia. Ya no tiene ganas de reconstruir la casa desde el principio. Tampoco le apetece abandonar el montón. Se queda allí arriba,furioso. Y de estar siempre encima de su montón de monedas se va haciendo cada vez más pequeño.
También él se convierte en una moneda. Se convierte en una moneda falsa. De forma que cuando la gente viene a apoderarse de todo aquel dinero, a él lo tiran en medio del desierto.



ENSALADA DE CUENTOS: POR CUATRO ESQUINITAS DE NADA





POR CUATRO ESQUINITAS DE NADA
(JÉRÔME RUILLIER)
Cuadradito juega con sus amigos Redonditos.
¡Ring! Es la hora de entrar en la casa grande.
¡Pero Cuadradito no puede entrar! No es redondo como la puerta.
Cuadradito está triste.
Le gustaría mucho entrar en la casa grande.
Entonces, se alarga, se tuerce, se pone cabeza abajo, se dobla. Pero sigue sin poder entrar.
-¡Sé redondo! - Le dicen los Redonditos.
Cuadradito lo intenta con todas sus fuerzas.
-¡Te lo tienes que creer!- dicen los Redonditos.
-Soy redondo, soy redondo, soy redondo...- repite Cuadradito. ¡Pero no hay nada que hacer.
-¡Pues te tendremos que cortar las esquinas! – dicen los Redonditos.
¡Oh, no! – dice Redondito. ¡Me dolería mucho!
¿Qué podemos hacer?
Los Redonditos se reúnen en la sala grande. Hablan durante mucho, mucho tiempo. Hasta que
comprenden que no es Cuadradito el que tiene que cambiar.
¡Es la puerta!
Entonces, recortan cuatro esquinitas, cuatro esquinitas de nada...que permiten a Cuadradito
entrar en la casa grande...junto a todos los Redonditos.

vídeo aquí: